Plaza de la Shoá: un espacio para la memoria en el corazón de Palermo

En medio del ritmo vibrante de Palermo, la Plaza de la Shoá se alza como un refugio de memoria y reflexión. Allí, dos muros de piedra recuerdan con fuerza y silencio a las víctimas de los atentados más oscuros de la historia reciente argentina.

A pocos metros del bullicio porteño y de algunos de los lugares más frecuentados de la ciudad, la Plaza de la Shoá ofrece una pausa. No es una plaza común: es un monumento vivo a la memoria. Dos muros fragmentados en piedra hablan sin palabras del horror del terrorismo, recordando a las 29 víctimas del atentado a la embajada de Israel en 1992 y a las 85 del ataque a la AMIA en 1994. Caminar por ese espacio no es simplemente pasear; es recordar, es respetar, es nunca olvidar.

“La memoria no es solo un acto del pasado, sino una herramienta de construcción del presente. Este lugar nos interpela y nos obliga a pensar qué clase de sociedad queremos ser”, me dijo un vecino de la zona, mientras dejaba una pequeña flor junto a una de las piedras del muro.

Ubicada entre Avenida del Libertador, las vías del Ferrocarril General Bartolomé Mitre, las del San Martín y la Avenida Coronel Marcelino E. Freyre, en el barrio de Palermo, la Plaza de la Shoá es un sitio cargado de simbolismo. Allí, donde la ciudad parece respirar a mil por hora, el tiempo se detiene. Las piedras —dispuestas cuidadosamente en dos segmentos— no están al azar:

  • 29 piezas componen la primera parte del muro, recordando a quienes perdieron la vida el 17 de marzo de 1992 en la embajada de Israel.

  • 85 piedras conforman el segundo tramo, en memoria de las víctimas del atentado del 18 de julio de 1994 contra la sede de la AMIA.

Ambos ataques dejaron heridas abiertas en la sociedad argentina. Este espacio, lejos de cerrarlas, las mantiene presentes. No como dolor que paraliza, sino como historia que educa.

El entorno de la plaza es particular. A escasos pasos se encuentran el Rosedal de Palermo, el Hipódromo, la estación de tren 3 de Febrero y clubes tradicionales como GEBA. También hay bares, restaurantes y cafés donde la vida cotidiana sigue su curso. Y sin embargo, al ingresar a la plaza, uno percibe otra energía: una suerte de recogimiento inevitable, un respeto tácito.

Cada piedra del muro está marcada con nombre y apellido. Son personas. Eran vidas. No cifras. Y aunque no haya multitudes ni cámaras, quienes se detienen frente a ellas lo hacen con un silencio reverente.

Además, la elección del nombre de la plaza no es menor. «Shoá», término hebreo para «catástrofe», es la palabra utilizada para referirse al Holocausto. Este vínculo no es casual. El terrorismo que golpeó a la comunidad judía argentina en los años 90 se enmarca en una historia de odio global que tiene ecos profundos y dolorosos. Por eso, el monumento en esta plaza es también un puente con la historia universal del pueblo judío.

Este espacio se convierte entonces en un punto de encuentro entre el recuerdo y la responsabilidad social. Es un llamado a educar, a contar, a preguntarse, a mantener viva la memoria colectiva para que la violencia no se repita.